viernes, 13 de diciembre de 2024

Camino a Belén

 Me he puesto a pensar en el trayecto que hicieron María y José hacia Belén, y hay varios asuntos que no comprendo. Un embarazo es el mejor regalo que puede llegarle a alguien, pero estos días, casualidades de la vida, me vienen a la cabeza algunos pormenores. Para nada eclipsan la felicidad de lo venidero, pero podría uno llegar a pasarlos por alto.

La espalda… No entiendo cómo pudo María caminar tantísimas horas, tantas, sin caer rendida de dolor. No hablamos de una barriga de cinco ni de seis meses, estaba embarazadísima. Estaba a punto, muy a punto de dar a luz. El peso de la parte baja de la espalda es muy difícil de soportar mucho rato seguido, y probablemente ella no tenía el cinturón elástico aguanta-barrigas ni una buena faja. Y desde luego no tenía a su fisio de confianza cerca. Sinceramente, no lo comprendo.

Los pies… Lo más probable es que la pobre llevara un calzado más bien desafortunado. No es por prejuicio, pero dado el contexto histórico y social, creo que no llevaba ni las mejores Nike del mercado ni unas buenas botas. De hecho es posible que no llevara ni un buen calcetín. Y si a todo ello añadimos nieve… Pues espero que por las noches se le secaran los calcetines y el interior de los zapatos del día anterior. Porque he caminado con calcetines húmedos -lo que tiene ser despistada y no prever mudas correctas en la montaña- y uno no aguanta mucho. Y seré yo un poco maniática, pero cada tontería pesa mucho más cuando una está embarazada. Físicamente se multiplica por tres, y anímicamente por diez. No sé muy bien cómo lo hizo.

Las náuseas… Algunas son afortunadas y sólo tienen el estómago revuelto el primer trimestre. Pero eso no siempre es así, y de serlo, luego llega el ardor de estómago. Empiezo a parecer quisquillosa, pero el vaivén sobre un burro, calculo que al menos 8 horas al día para hacer jornadas de trayecto productivas, a mí me parecen imposibles. O tuvo que parar a resolver sus náuseas cada media hora, o José trajo un arsenal de palitos de pan para calmarle el estómago. Que todo puede ser, oye. José parece previsor, quizás el angelito le avisó también de esto.

El frío… El termostato no siempre funciona con las hormonas algo sueltas. No sé yo si llevaban el nivel de abrigos térmicos de los que disponemos hoy en día, pero algo me dice que pasaron ambos mucho, pero que mucho frío. Tanto de día como de noche.

Y yendo a las noches… El sueño. No he sido muy exigente como algunas de mis amigas, con esto de los quince cojines, de diferente tamaño, dureza y forma. Pero realmente la última quincena es casi imposible dormir, incluso con un colchón maravilloso que compras emocionado por el módico precio de, vamos a llamarlo, una fortuna. No creo que las posadas del camino tuvieran semejante equipamiento. Más bien creo que María durmió muy poquito durante todo el trayecto. Sin mencionar la obviedad de que no sé exactamente cómo iban al baño en esa época, pero la combinación no se me antoja lo que llamo “el número ganador”.

La incertidumbre… Ahora mismo nos hacen unas veinte pruebas durante el embarazo, los monitores lo indican todo, sabemos qué doctor nos atenderá, dónde estará, a qué teléfono contestarán él y sus cuatro contactos de emergencia y más o menos qué ocurrirá. Y lo que no sabemos, es una certeza que el doctor o nuestra querida madre o suegra lo saben. Ella estaba sola con José. Y José era desde luego el mejor marido que pudo tocarle, sobre eso podemos hablar otro día. Pero no tengo claro que fuera el más experimentado en planes de parto, fecha y procedimientos. Estaban de camino sin saber cuándo llegaría el momento, si habrían conseguido llegar a Belén, si tendrían sitio en alguna parte -ojo, sin reservar en Booking ni por El Corte Inglés.

Sinceramente, no entiendo cómo pudo estar tranquila sin reserva previa en la posada, sin dormir, sin espalda, sin pies, sin abrigo y sin estómago. No me entra en la cabeza, pero es evidente que vivió aquellos días con toda la Paz del mundo. Si no, no habría podido salir de Ella semejante milagro. Algo hubo que no sé explicar, que no alcanzo a comprender y que desde luego me deja mucho, mucho que pensar.


Imagen de haciadios.com

Nuvole Bianche

Hay melodías que te secuestran el corazón.
Te lo secuestran porque mientras dura esa canción, no eres el dueño de lo que pasa por tu cabeza.
Estoy escuchando Nuvole Bianche, de Ludovico Einaudi. Ahora os va a sonar de una arrogancia singular, pero considero que tengo buen gusto para la música. Hay combinaciones de notas que, por algún motivo que desconozco, me parecen excelentes. En la película de Orgullo y Prejuicio, una mujer altiva e insufrible mencionaba algo parecido a lo siguiente: “Hay pocas personas que gocen de la música más que yo, o que sepan más que yo. Si hubiera estudiado música, habría sido una excelente intérprete”.
Nada podría separarme más de la segunda parte de esta frase; con lo torpe que soy, no habría llegado ni a los grados más bajos. Pero tengo que decir que hay gente que pasa por esta vida sin disfrutar del todo de la música, sólo la consume, la quema. Hay canciones que podría uno escuchar una docena de veces seguidas y ellos no la disfrutan ni hasta la mitad. No soy como la Lady arrogante de la película, pero las cosas como son: tampoco soy como estas personas.
Nuvole Bianche por ejemplo. Empieza con una más que simple introducción. Nada podría dar a entender que abre semejante obra de arte… ¿o sí?
Sigue una sencilla melodía de base repetitiva, que por alguna extraña razón, parece que “ya me sonaba”. Ya me suena por los millones de veces que la he escuchado, evidentemente, pero me refiero a que a uno le empieza a resultar familiar. Como si le llevara a algún sitio en el que ya ha estado.
Parece que un niño pudiera tocar estas primeras notas. Así de sencillo lo hace parecer.
Sigue una melodía más trabajada, ya juega más con los volúmenes. Incluye un trozo dulce, inocente.
Y luego llega lo que precede al estribillo, hasta empieza a parecer agresivo. Y uno ya siente que ese lugar recóndito, ese recuerdo que no se sabe bien cuál es, está más vivo que nunca. Una melodía de nuevo repetitiva pero profunda. Una melodía que ya empieza a secuestrarte la mente, tu cabeza ya no es tuya; de algún modo pertenece ya a Ludovico. Que se debe estar dejando los dedos, porque la fuerza se siente en cada nota.
Y llega el estribillo y uno ya no es dueño de sus pensamientos. No puede pensar ni escribir, no puede caminar con calma ni tampoco correr, porque no recuerda hacia dónde iba.
Y de repente frena. Te da como una bocanada de oxígeno, te hace retomar el hilo; pero sigues ahí, en ese lugar, el de tus sueños, el de tus recuerdos. O el de recuerdos que no existen.
Y el piano que vuelve a entrar te hace pensar. De dónde he sacado yo esta imagen de un prado verde con este lago, con hierba y flores altas que me ocultan del mundo mientras escribo?
Dónde he visto yo estos acantilados abruptos, he estado en Cornualles?
Cuándo he estado en las entrañas del Grand Canyon para visualizarlo con tantísima claridad en este momento, hasta cada mota de arena, hasta sentirme abrumada por este sol?
En qué momento he visto yo tan de cerca a este pianista excelente y me he sentado a su lado en la banqueta y sus notas han entrado por cada poro de mi piel y no veo su cara pero tiene manos de ángel?
Cuándo he estado yo saltando con Peter Pan por estas nubes tan elásticas, tan suaves? ¿A dónde ha ido?
Por qué conocía cada nota la primera vez que escuché esta canción?
Hay canciones que no necesitan letra, es mejor así; sin orientarte, sin conducirte a ninguna otra parte que tus cavilaciones más elementales.
Y con la misma sencillez que ha llegado, te deja. Te devuelve tu mente como si esto no hubiera ocurrido, como si tus pulsaciones fueran las mismas. Como si esta canción no cambiara nada, como si pasara por tu vida sin hacer ruido, pero sin dejarte igual.

lunes, 18 de septiembre de 2023

Demasiado pronto.

 Arranco estas líneas con el corazón encogido. Se me acumulaban desde hace ya tiempo, aunque una intente posponerlo. Ahora, ya desbordantes, salen a la luz. Es su momento, y no sé en qué momento ha ocurrido.

Recuerdo cuando tuvimos nuestra primera conversación seria, la primera entre hermanos de igual a igual, sin hablarte como a un niño. Pero aquel día aun no te vi como a un hombre. Era pronto.

Recuerdo las risas con los primeros atisbos de tu barba. Pero no recuerdo cómo tu rostro adquirió facciones más marcadas, de ese proceso no fui consciente. Sólo lo vi claramente, en una foto, cuando ya casi eras un hombre… Pero todavía no; era pronto.

Recuerdo cómo nos pareció que tu afición al deporte cada vez era menos infantil, luego menos adolescente, y al final, menos amateur. Recuerdo la impresión de papá el primer día que fuiste tú el que apretaba el ritmo esquiando, o en bicicleta.

Recuerdo la primera pista que bajaste como si nada, pero con todo. Eras pequeñito para considerarte un hombre, o eso pensé. Pensé que era pronto.

Recuerdo las lágrimas de mamá en tu último día de colegio. Pero no le dimos importancia, la euforia, la fiesta. Sólo mamá sabía lo que pasaba, lo que estaba pasando y quedaría atrás.

Recuerdo las noches de inquietud que tuve cuando te incorporaste en la universidad, en esa carrera tan difícil que sólo tú podías convertir en fácil. Como aquella pista, la que me pareció que volaba un niño.

Recuerdo verte salir de fiesta y disfrutar con tus amigos, y pensar que te veía más joven que cuando nosotras lo hacíamos. No podía ser… Era demasiado pronto.

Recuerdo tu madurez en aquellas entrevistas para incorporarte en este proyecto, uno de tus grandes proyectos. La impresión de verte serio, interesado en algo importante para ti. Tu alegría al conseguirlo. Nuestra alegría con nuestro chico, que no niño… pero tampoco hombre todavía.

Recuerdo tu responsabilidad para con tu equipo, tus días de trabajo, tus noches en vela. Tus viajes con amigos, tus escapadas, ya al volante. Tu cochecito, y luego tu coche. Y todos tus “tu”, que se iban haciendo adultos, menos tú, que eras nuestro niño, nuestro pequeño David. Aún pequeño, porque para no serlo, parecía pronto.

Y ahora, que recuerdo todo esto y más, me siento una estúpida por no recordar en qué momento te has hecho un hombre.

Ahora ya no están esos rizos rubios, esos mofletes que nos perseguían para jugar, ese niño pequeñito al que había que llevar en coche, ese aprendiz de esquiador, ese uniforme en miniatura, esos amiguitos con cara ingenua, ese perseguidor de Rayo McQueen, ese hermanito al que había que proteger.

En su lugar hay un hombre, de mirada madura e ideas arraigadas. De valores claros, decisiones firmes y ambición constante. Un Hermano, uno con mayúsculas, un cuñado, un tío. Con sueños tangibles que perseguir, y energía sobrante para perseguirlos. Con tu autonomía, con tus amigos, tu libertad y tu vida.

Ahora ya no es pronto para empezar a considerarte un hombre. Ahora es, de hecho, demasiado tarde. Porque no recuerdo en qué punto exacto ha ocurrido, ni por qué tengo la impresión de que ha sido tan rápido, ni en qué momento te comencé a admirar. Ni si pestañeé un segundo y ocurrió, ni cuantísimo te echaré de menos ahora que te vas a seguir – y a conseguir - tus sueños. Esos sueños de hombre, que un día, un niño soñó.

viernes, 18 de febrero de 2022

Otra perspectiva

Era esperable que este momento llegaría; estando de siete meses una no debería esquiar. De modo que me he dispuesto a tomar el plan que durante años he denominado “dominguero”. He descubierto una nueva versión de la nieve y sus intríngulis, como diría mi madre.


Para empezar, he arrancado el día desayunando como si fuera a esquiar. Lo que viene siendo arrasar en el buffet de toda la vida, vamos. Pero ahora que estoy aquí sentada a las 11 de la mañana, me doy cuenta de lo rápido que se quemaban los desayunos contundentes cuando movía los músculos. Incluso los días tranquilos, los de no-reventarse. Creo que el último cruasán realmente no me hacía falta.


Estando en la cafetería de Candanchú me he fijado que hay unas pocas personas que han traído su libro y también piensan pasar una mañana tranquila. Pocas veces había visto una terraza en las pistas tan vacía, con un día soleado.


Qué día, qué sol. Hace frío y la nieve aguanta perfecta, sólo con oír el ruido de los esquiadores al pisarla se nota. Me fijo en que hay más gente de la que pensaba vestida “de calle”. Yo, en mi ilusión, le pedí prestado un traje grande de esquí a mis padres. Aquél que mi madre llevó embarazada de mi hermano… pero que yo he preferido usar a lo “light”. La verdad es que me he vestido así por hacer ambientillo; esto es lo más cerca de esquiar que voy a estar esta temporada. Pero hay gente que viene aquí con vaqueros y piezas de abrigo normales, me pregunto si no tendrán frío viniendo así en un día menos soleado o con viento.


Una mujer pasea unos galgos preciosos, yo pensaba que estos perros eran muy sensibles al frío. Pero se les ve felices, y la señora en medio de la explanada principal de las pistas. No tiene miedo a que la atropellen, no sé por qué, mi cabeza atribuye esa zona a llevar un par de esquís puestos. Y además atribuyo otras razas de perro a la nieve, uno siempre piensa en huskies.


Las pistas parecen más empinadas desde aquí, las azulitas de principiantes dan más sensación de velocidad que cuando uno está allí arriba. Y en cambio el tele-arrastre parece lo más lento y parsimonioso de la historia.


Veo a más esquiadores en solitario de los que recordaba cuando yo esquío. Me cuesta un poco de comprender; en mi familia siempre hemos entendido el esquí como un plan “integral”, en pack. Con familia o amigos, siempre juntos, porque no es un deporte solamente, es un día todos juntos. Podría contar con los dedos de una mano las pistas que he bajado sola en mi vida. Pero supongo que todo puede verse desde otra perspectiva. 


Todo ello animado por una música altísima que suena aquí, en la terraza de la cafetería. Le da un toque casi a anuncio de cerveza o trailer de película de amigos. Le dan a uno ganas de bailar.


Y mientras Queen se deja la piel para animarme esta mañana de esquí-sin-esquí, os dejo. Voy a buscar a mi Mister y a los amigos; a ver si les pillo una foto de las buenas hoy que lo tengo fácil. No hay mal que por bien no venga, y más al pensar que la temporada que viene nos sabrá a Gloria… a Gloria y a potitos, porque vendremos más y mejor acompañados!

sábado, 11 de diciembre de 2021

El tamborilero

Estos días estoy pensando mucho en aquel jovencito, el que tocaba el tambor. Alguien compuso una canción sobre él, la verdad es que es uno de mis villancicos favoritos. Y creo que con mucha razón, porque sin darnos cuenta, en la vida nos vamos encontrando tamborileros. Nos ayudan, nos ofrecen lo que tienen -todo ello- y a veces ni reparamos en ellos.

El camino que lleva a Belén… Baja hasta el valle que la nieve cubrió. Qué frío, qué frío tan tremendo y húmedo y yo no tenía calzado apropiado. Papá me lo ofreció, pero pensé que mi hermanito lo necesitaría más; por un momentito me arrepentí, qué cosas. Cómo deben sentirse unos zapatos calentitos, forraditos de piel de oveja. Pero las ovejas son para el negocio familiar, nada de consumo propio. Así que sin apenas pensarlo me fui camino a Belén por la nieve, con lo puesto. Qué noche tan cortante, desagradable. A medio camino mis pies ya estaban empapados, pero me daba igual. No había un minuto que perder.

Dice la canción que los pastorcillos le llevaban regalos en su humilde zurrón. Pero humilde es un término relativo… Yo no tengo ni zurrón. Sólo tengo mi tambor, mi tesoro. Y en realidad ni siquiera es mío, es del tío Paco. Yo creo que el tío me ve practicar tan feliz, tan concentrado, que nunca me lo pide de vuelta.

Yo quisiera poner a tus pies… Algún presente que te agrade, Señor. Pero qué pobre soy, qué hambre paso yo también. Y qué daría por haber tenido comida hoy, si la hubiera tenido, te la habría traído. Pero no tengo presentes, ni zapatos. No tengo zurrón ni comida, sólo tengo mi noble tambor.

Y llegando al portal lo oí, el tumulto, la sorpresa. Parece ser que incluso había tres grandes Reyes de camino, un espectáculo. Todos los pastores de los alrededores habían acudido, todos ofrecían algo al niño Jesús. Y yo no tenía nada para Ti, no tenía bolsillos ni su contenido, sólo traje mi pequeño tambor.

Así que, en tu honor, frente al portal lo toqué. Y me esmeré, toqué todo mi repertorio. Y mis manitas se helaron, y mis pies ya ni los notaba. Mi torso se mantenía caliente por el esfuerzo, erguido, como me enseñó mamá. Y tu Mamá, qué guapa era. También para ella toqué, para sus ojos de azúcar y bondad. Y para el señor elegante que te protegía, e incluso para el buey y la mula, y para los demás pastores. Toqué hasta pasada la medianoche, hasta que la nieve me cubrió las rodillas y papá me vino a buscar. Y fui feliz porque te lo regalé todo. Todo lo que tenía, mi único lujo, mi música.

Y quizás haya quien piense que estoy loco, que soy un exagerado. Que no debí dejar que mis manitas se helaran, que mis rodillas chirriaran, todo por que mi tambor resonara. Pero no sabéis, la vida bien me lo compensó. Porque cuando Dios me vio tocando ante Él… Me sonrió. 


 © wallpapersafari.com

sábado, 17 de octubre de 2020

Papá Halcón

Me he dado cuenta de que describir a mamá cisne fue complicado, pero buscar un contexto para explicaros a papá halcón aún lo ha sido más. He llegado a la conclusión de que no se puede unificar lo que un padre representa, es una idea divergente.

Papá halcón es un cocktail exquisito, un ensamble perfecto. En él, la figura suave y cariñosa se diluye con la del cazador silencioso. Papá tampoco es un halcón porque sea el único que sobrevuela el cielo, pero es cierto que cuando pensamos en el halcón imaginamos uno solo, es el halcón, el master and commander de su territorio. 

Papá halcón domina su jurisdicción con presencia y también con sigilo. Parecían inmisciscibles, pero papá halcón las combina. Recorre el cielo con su mirada de cazador, pero nunca perdiendo de vista el Lago. Pobre de aquel que ose perturbar su hogar, pobre del acechante que amenace a mamá cisne o a los polluelos. Toda la discreción, toda la calma… Tornarán en un vuelo en picado que acabará con el agresor, da igual si es conejo o león.

Porque papá tiene el corazón puesto en el Lago, en sus cisnes. Es su alfa y su omega; su motivo para volar. Papá halcón es el único que logra fundir su tiempo en el cielo y en el Lago, sólo con su mirada podría hacerse tal cosa. Tiene esos ojos oscuros, misteriosos. No sabes bien a donde está mirando, ese es su secreto. Y ve todo y oye, y practicas en tus lecciones de caza a mirar como papá, pero a ti siempre se te escapan cosas. Las cosas pequeñitas que sólo ven los ojos de papá.

Papá halcón vuela alto, a veces se le ve hasta pequeñito ahí arriba. Quieres ser como él, pero no logras volar a esa altura, tienes frío. Las plumas de papá halcón son duras como el hielo, dan ese aspecto de poderío. Pero cuando está en el nido, las tocas y son blanditas; en el fondo papá halcón es un peluche. Pero eso sólo lo sabe mamá. 

Parece impensable, pero sí, tiene las plumas suaves, sus abrazos saben a guerra de almohadas. Él es el único capaz de convencer al mundo de que los bombones que siempre sobran son -casualmente- sus favoritos. Te recoge a la salida del coro durante años con tu canción, la que cantas a todo pulmón de vuelta a casa por el bosque. Y sólo después de años saldrás de otro coro, en otro bosque, en otro lago, y te darás cuenta de que casualmente papá siempre preparaba esa canción para ti. Siempre con ese sigilo, con esa discreción.

Papá halcón es el más musculoso, incluso tus amigos le tienen envidia. Y entrenas y te preparas, pero nunca logras su forma, se te antoja inalcanzable. Con ella papá halcón consigue las presas más difíciles, las más carnosas. Pero sus músculos se vuelven suaves al bailar, sólo él logra seguir a mamá y danzar como un cisne… siendo un halcón. Y casi parece que bajo la luna sus plumas se vean algo plateadas. Mientras intentas discernirlo, te das cuenta de que sólo papá halcón puede vigilar el valle y bailar en el Lago.

Viendo a papá halcón uno se siente torpe, hasta atrofiado. Incluso cuando ya te crees mayor, independiente y poderoso. Incluso entonces papá halcón acude en tu ayuda, ¿no lo entiendes? No dejará jamás de hacerlo, es su cometido, nació por y para él. Aunque tus alas sean fuertes, aunque sea tu momento. Quien tuvo, retuvo, y papá halcón no sólo tiene fuerza bruta, tiene esa habilidad. Esa manera de recordarte que nunca dejarás de necesitarle. 

Intentas practicarla, intentas estar pendiente de todas esas cosas a la vez, pero no te sale bien, te agobias. O vigilas o bailas, es imposible asumirlo todo. Sólo te queda soñar que quizás, cuando te conviertas en papá halcón para alguien, despertará ese don en ti. Con el mismo toque dulce, el sabor a tocinillo de cielo.



miércoles, 22 de julio de 2020

Mamá Cisne


Hoy me gustaría explicaros un punto de vista muy particular que tengo sobre las madres. Me resulta especialmente complicado plasmar la idea que tengo en la cabeza, no sé muy bien por qué. Después de pensarlo durante un rato he llegado a la conclusión de que lo que mejor describe mi visión de una madre es un cisne.

Mamá es un cisne, pero no es un cisne diferente al resto de la familia porque no sean de la especie de los cisnes, que lo son. Mamá es conceptualmente un cisne. Me explicaré.

Cuando el cisne se pasea por el lago, el resto de aves se sienten patos. Puede haber otros cisnes, pero siempre hay uno que es el más bello. Es el cisne. No es una especie, es una idea.

Te sientes pato cuando la ves, aunque sepas que en tu ADN pone que tú también eres un cisne. Pero su cuello es más largo, más esbelto. Se curva con el radio perfecto, tal y como en un cisne debería ser. Incluso cuando se agacha para colocarte las plumitas o ayudarte a subir a la hierba, incluso entonces el cuello de mamá cisne la estiliza.

Mamá cisne tiene aquella gracia, no sabrías decir exactamente en qué consiste. No es solo elegancia, es como si cada uno de sus movimientos evocaran al baile como modus vivendi. No está en medio de un ballet, no es poesía pura, pero tampoco apostarías mucho por afirmar que es prosa. En realidad sabes que no lo es.

Te miras tus plumitas y son blancas, jóvenes. Tienen un color claro que brilla con el sol, pero no son tan suaves como las de mamá. Las plumas de mamá dan la vuelta al brillo, es como si estuvieran perladas. Te gustan tus plumas, pero no tienen aquello… Aquello que hace que las de mamá sólo las tenga mamá.

Ves tu pico reflejado en el lago y es de un naranja precioso, en realidad eres un cisne muy bonito. Pero el pico de mamá parece más jugoso, parece que te dé un beso incluso cuando no te lo está dando. No es una forma concreta, tampoco un color.

Te gustan tus ojos, son marrón clarito, parecidos a los de mamá. Pero las tardes de verano los ojos de mamá toman aquel color miel, aquel por el que matarías. Y refleja la luz del sol y no sabes qué es ojo y qué es sol. En realidad te da igual la diferencia. Te guiña el ojo desde la otra punta del lago y sabes perfectamente qué te quiere decir, pero tampoco sabrías escribirlo en un papel.

Y también estás orgullosa de cómo vuelas, las clases surtieron efecto. Te mueves con agilidad y rapidez, tu juventud bien se las puede permitir. Estás segura de ti misma. Pero las noches de luna llena mamá y papá bailan en medio del lago y vuelan alto, y sus movimientos los practicas pero no te salen igual. Mamá tiene aquella soltura, la del pintor que os hizo ese retrato en París. Sus alas se mueven solas, no obedecen a ningún patrón, a ninguna clase que se les pueda impartir. Y papá la sigue y hacen que parezca fácil, que parezca asequible. Pero mamá cisne nunca lo será.

Es imposible, no se puede llegar a copiar a mamá cisne. Es un concepto, una idea. No se puede imitar ni asumir, se es o no se es. Y algún día tú serás mamá cisne para tus patitos, pero nunca te verás como tal. Porque mamá cisne es tu mamá, tu concepto de asíntota. Podrías empaparte de él y aún así nunca llegar a tocarlo, esa es su belleza. Podrías intentar escribir sobre ella, referirte a ella como un cisne, como una perla, y aun así no llegar a definir lo que representa para ti.