lunes, 10 de agosto de 2015

Por qué me da miedo el mar

¡Qué verano! Disculpad la tardanza para escribir en el blog, ando haciendo mil cosas. Espero que estéis pasando un solsticio de 10, y por si tenéis algún ratito libre, aquí estoy.

Ahora que es temporada de playa y agua, mucha gente me pregunta por qué soy reacia a bañarme en el mar. Y es que quienes me conocen bien saben que me da un pánico tremendo, ahí va la manera en que mejor he sabido plasmar la explicación.

En una calle oscura, en el bosque o en una habitación sin luz, uno puede tener miedo, pero siempre cuenta con una certeza: hay algo que puede considerar fijo. Cuando tocamos la tierra con algún miembro, tenemos fijada una referencia que, diría yo, ordena nuestra cabeza. Si uno se adentra en el mar, en cambio, pierde ese contacto con la mamá en la que ha vivido tantos años. Sabe lo que es vertical y horizontal, pero me parece a mí que la mente no está ya tan cómoda. Eso en primer lugar.

Por otra parte, pienso que quien inventó la Tierra tenía una base de criaturas que fue repartiendo por todas partes. Hizo sus cálculos y obtuvo una masa de agua necesaria para mantener el equilibrio global de ‘x’ kilos, y los llamó “Mar”. Creo que en cuanto tuvo distribuidas todas las bestias, las bonitas y las feas, que podían desplazarse y vivir de una manera normal por la tierra, le sobró un conjunto raro que no sabía dónde meter. Pero seguro que, ya que las había inventado, le hacía ilusión aprovecharlas para que también vivieran en su planetita, aunque fueran peligrosas y muy pocas de ellas se vieran bellas. Había que esconderlas, pero al mismo tiempo ponerlas en alguna parte. Pienso yo que ahí fue cuando Dios tiñó el mar de azul y metió todo lo que le sobraba ahí debajo. Lo levantó como una alfombra y ale, para dentro! Me perdonaréis, pero esto tiene toda la pinta de ser así. Y como eran tan raras e inmundas, tuvo que gastar toda la sal de su despensa para que pudieran vivir. ¿Véis? Ya de entrada unas criaturas un tanto liantes.

A eso hay que añadirle que estos animales, a los que no estamos tan acostumbrados, aprovechan la incertidumbre que uno encuentra en el mar y la pueden usar como ventaja. Que no, que las medusas no tienen ojos. ¡Miedo me da que los tuvieran! Y las olas… Prueba de que no hay paz ahí abajo, en un universo que debe estar siempre agitado.

Que no, que no, que yo ahí no me meto. Me dicen que es tontería lo que pienso, pero yo no lo veo tan alocado. Es entrar más hondo de las rodillas y ya un toc-toc interior me indica la salida. La expresión catalana que acierta del todo es un “cames ajudeu-me” hacia la orilla (algo así como “piernas ayudadme”). Media vuelta y a correr, en ocasiones contadas me baño entera cada verano. Ni siquiera de las aguas transparentes de Costa Esmeralda me llegué a fiar del todo. Sé que lo veréis exagerado.


Ahora que me he sentado a escribir el respeto que le tengo al océano, espero que lo podáis entender mejor. Sé que es complicado creer que me guste tanto la playa y tan poco el mar, pero qué voy a hacerle yo. No fue diseñado por mí, y seguro que era la única solución. Pero yo creo que ahí abajo hay más misterios de los que alcanza a cubrir mi serenidad.