martes, 16 de septiembre de 2014

El buen profesor



Siendo estas las semanas de inicio de curso, y a la luz de algún acontecimiento reciente, era de esperar que mi próximo post trataría del tema que se lee en el título. Con gran pesar tecleo con una imagen muy concreta en mi cabeza.

Se inicia la primera clase y todo estudiante se pregunta si el que tiene delante será buen docente, pero… ¿Quién es buen profesor? 

El buen profesor sonríe, pero sus ojos no esconden tontería, sino sabiduría. Sabe ya desde el principio con qué tendrá que lidiar, y a ello se enfrenta sin dejar que el pulso tiemble.

Al alumno brillante le saca aún más brillo, le estira al máximo de sus capacidades cual goma. Le propone retos, le exige. No le regalará la mejor nota porque Dios le haya obsequiado con la mejor mente. Castigará el vivir de rentas tanto o más que la falta de resultados certeros en la última prueba. El buen profesor hará de él un diamante, un pilar sólido de la asignatura, un verdadero amante.

Al más impermeable al chaparrón de conocimiento, dedicará toda la paciencia que tiene, y también la que no tiene. Las horas libres, los descansos. Todo por el alumno que con tesón se aplica, la voluntad siempre llega a buen puerto. El buen profesor sabe eso… Y cree en ello. Y corrige, jamás desprecia, y se desvive. Y no descansa hasta haber hecho del impermeable un experto, y el alumno, encantado, queda más que satisfecho.

El buen profesor entra en clase con paso decidido, pero nunca con prisa. Explica la materia con pasión, jamás como mera repetición. Espera impaciente en su despacho al estudiante con aquella duda que, de no ser resuelta, le quitará el sueño. Duerme tranquilo con el buen progreso de sus chavales, inquieto, se queda sin hambre si alguno es indiferente a su clase. Con fuerza coge la tiza, una teoría se puede explicar de mil maneras distintas. Con amor recuerda una y otra vez que ahí se esconde Pitagorín, y deja que él mismo asalte la mente de sus alumnos durante el examen.

“Prima clase non data, ultima abreviata”, no sé quién dijo eso, pero tenía tanta razón... Tanta, tantísima, que cuando el buen profesor abandona el aula, ya se le echa de menos, ya los alumnos se sienten huérfanos. Todos ellos. Deja un hueco que queda colmado por los conocimientos que ha aportado, pero con sabor a nostalgia. Con aroma a risas, a ejercicios difíciles, desafiantes. A orientación certera, a confianza, a anécdotas. A complicidad con sus compañeros, a valores, a coherencia. A consejos valiosos y charlas largas, interesantes. Y también… A la fiesta de despedida.