Hay melodías que te secuestran
el corazón.
Te lo secuestran porque mientras dura esa canción, no eres el dueño de lo que
pasa por tu cabeza.
Estoy escuchando Nuvole Bianche, de Ludovico Einaudi. Ahora os va a sonar de
una arrogancia singular, pero considero que tengo buen gusto para la música.
Hay combinaciones de notas que, por algún motivo que desconozco, me parecen
excelentes. En la película de Orgullo y Prejuicio, una mujer altiva e
insufrible mencionaba algo parecido a lo siguiente: “Hay pocas personas que
gocen de la música más que yo, o que sepan más que yo. Si hubiera estudiado
música, habría sido una excelente intérprete”.
Nada podría separarme más de la segunda parte de esta frase; con lo torpe que
soy, no habría llegado ni a los grados más bajos. Pero tengo que decir que hay
gente que pasa por esta vida sin disfrutar del todo de la música, sólo la
consume, la quema. Hay canciones que podría uno escuchar una docena de veces
seguidas y ellos no la disfrutan ni hasta la mitad. No soy como la Lady
arrogante de la película, pero las cosas como son: tampoco soy como estas
personas.
Nuvole Bianche por ejemplo. Empieza con una más que simple introducción. Nada
podría dar a entender que abre semejante obra de arte… ¿o sí?
Sigue una sencilla melodía de base repetitiva, que por alguna extraña razón,
parece que “ya me sonaba”. Ya me suena por los millones de veces que la he
escuchado, evidentemente, pero me refiero a que a uno le empieza a resultar
familiar. Como si le llevara a algún sitio en el que ya ha estado.
Parece que un niño pudiera tocar estas primeras notas. Así de sencillo lo hace
parecer.
Sigue una melodía más trabajada, ya juega más con los volúmenes. Incluye un
trozo dulce, inocente.
Y luego llega lo que precede al estribillo, hasta empieza a parecer agresivo. Y
uno ya siente que ese lugar recóndito, ese recuerdo que no se sabe bien cuál
es, está más vivo que nunca. Una melodía de nuevo repetitiva pero profunda. Una
melodía que ya empieza a secuestrarte la mente, tu cabeza ya no es tuya; de
algún modo pertenece ya a Ludovico. Que se debe estar dejando los dedos, porque
la fuerza se siente en cada nota.
Y llega el estribillo y uno ya no es dueño de sus pensamientos. No puede pensar
ni escribir, no puede caminar con calma ni tampoco correr, porque no recuerda
hacia dónde iba.
Y de repente frena. Te da como una bocanada de oxígeno, te hace retomar el
hilo; pero sigues ahí, en ese lugar, el de tus sueños, el de tus recuerdos. O
el de recuerdos que no existen.
Y el piano que vuelve a entrar te hace pensar. De dónde he sacado yo esta
imagen de un prado verde con este lago, con hierba y flores altas que me
ocultan del mundo mientras escribo?
Dónde he visto yo estos acantilados abruptos, he estado en Cornualles?
Cuándo he estado en las entrañas del Grand Canyon para visualizarlo con
tantísima claridad en este momento, hasta cada mota de arena, hasta sentirme
abrumada por este sol?
En qué momento he visto yo tan de cerca a este pianista excelente y me he
sentado a su lado en la banqueta y sus notas han entrado por cada poro de mi
piel y no veo su cara pero tiene manos de ángel?
Cuándo he estado yo saltando con Peter Pan por estas nubes tan elásticas, tan
suaves? ¿A dónde ha ido?
Por qué conocía cada nota la primera vez que escuché esta canción?
Hay canciones que no necesitan letra, es mejor así; sin orientarte, sin
conducirte a ninguna otra parte que tus cavilaciones más elementales.
Y con la misma sencillez que ha llegado, te deja. Te devuelve tu mente como si
esto no hubiera ocurrido, como si tus pulsaciones fueran las mismas. Como si
esta canción no cambiara nada, como si pasara por tu vida sin hacer ruido, pero
sin dejarte igual.
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