¡Qué verano! Disculpad la
tardanza para escribir en el blog, ando haciendo mil cosas. Espero que estéis
pasando un solsticio de 10, y por si tenéis algún ratito libre, aquí estoy.
Ahora que es temporada de playa y
agua, mucha gente me pregunta por qué soy reacia a bañarme en el mar. Y es que
quienes me conocen bien saben que me da un pánico tremendo, ahí va la manera en
que mejor he sabido plasmar la explicación.
En una calle oscura, en el
bosque o en una habitación sin luz, uno puede tener miedo, pero siempre cuenta
con una certeza: hay algo que puede considerar fijo. Cuando tocamos la tierra
con algún miembro, tenemos fijada una referencia que, diría yo, ordena nuestra
cabeza. Si uno se adentra en el mar, en cambio, pierde ese contacto con la mamá
en la que ha vivido tantos años. Sabe lo que es vertical y horizontal, pero me
parece a mí que la mente no está ya tan cómoda. Eso en primer lugar.
Por otra parte, pienso que quien inventó la Tierra tenía una base de criaturas que fue repartiendo por todas
partes. Hizo sus cálculos y obtuvo una masa de agua necesaria para mantener el
equilibrio global de ‘x’ kilos, y los llamó “Mar”. Creo que en cuanto tuvo
distribuidas todas las bestias, las bonitas y las feas, que podían desplazarse
y vivir de una manera normal por la tierra, le sobró un conjunto raro que no
sabía dónde meter. Pero seguro que, ya que las había inventado, le hacía
ilusión aprovecharlas para que también vivieran en su planetita, aunque fueran
peligrosas y muy pocas de ellas se vieran bellas. Había que esconderlas, pero
al mismo tiempo ponerlas en alguna parte. Pienso yo que ahí fue cuando Dios
tiñó el mar de azul y metió todo lo que le sobraba ahí debajo. Lo levantó como
una alfombra y ale, para dentro! Me perdonaréis, pero esto tiene toda la pinta
de ser así. Y como eran tan raras e inmundas, tuvo que gastar toda la sal de
su despensa para que pudieran vivir. ¿Véis? Ya de entrada unas criaturas un
tanto liantes.
A eso hay que añadirle que estos
animales, a los que no estamos tan acostumbrados, aprovechan la incertidumbre
que uno encuentra en el mar y la pueden usar como ventaja. Que no, que las
medusas no tienen ojos. ¡Miedo me da que los tuvieran! Y las olas… Prueba de
que no hay paz ahí abajo, en un universo que debe estar siempre agitado.
Que no, que no, que yo ahí no me
meto. Me dicen que es tontería lo que pienso, pero yo no lo veo tan alocado. Es
entrar más hondo de las rodillas y ya un toc-toc interior me indica la salida.
La expresión catalana que acierta del todo es un “cames ajudeu-me” hacia la
orilla (algo así como “piernas ayudadme”). Media vuelta y a correr, en
ocasiones contadas me baño entera cada verano. Ni siquiera de las aguas
transparentes de Costa Esmeralda me llegué a fiar del todo. Sé que lo veréis
exagerado.
Ahora que me he sentado a
escribir el respeto que le tengo al océano, espero que lo podáis entender
mejor. Sé que es complicado creer que me guste tanto la playa y tan poco el
mar, pero qué voy a hacerle yo. No fue diseñado por mí, y seguro que era la
única solución. Pero yo creo que ahí abajo hay más misterios de los que alcanza
a cubrir mi serenidad.
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