martes, 22 de julio de 2014

Helicoides


Ya comenté en una de las anteriores publicaciones que el tema de la capacidad cerebral humana me inquieta. Tanto a nivel de inteligencia neta, aquello del “sapiens sapiens”, como a nivel de volumen, tal y como lo entendemos en unidades cúbicas de espacio.

¿Dónde está el límite entre lo que podemos entender y lo que no? Porque lo que está claro es que haberlo, haylo, como diría mi profesora de lengua. Hay conceptos que no pueden ser asimilados por nuestra inteligencia. Ideas que quedan grandes para caber en una mente como la nuestra.

Cada persona es distinta, lo sé. No puedo decir que nuestras cabezas hayan sido talladas siguiendo un mismo patrón, es obvio que cada molde es diferente. Pero la conclusión es que, aunque seamos artesanales, venimos prediseñados; entramos todos en el subgrupo evolutivo humano. Nuestra capacidad cognitiva tiene un límite real y a ello quiero referirme.

Uno, dos, tres. Treinta y tres. Trescientos treinta y tres. Y siguiendo hasta el infinito, y así lo digo y ahí lo dejo pero… ¿El infinito? Utilizo el concepto como si pudiera comprenderlo, como si me entrara en la cabeza. Mi fiel amiga me llamaría “pedante”, y no en vano. No podemos hablar del infinito como si tuviera cabida en nuestra cabeza, porque no la tiene. No porque seamos tontos ni cortos, sino porque estamos diseñados así. Nuestra mente tiene un límite real, es finita. Uno puede ser muy, muy inteligente. Uno puede tener una cabeza muy, muy grande, desproporcionada incluso. Pero no puede ni podrá nunca hacer entrar en su cerebro un concepto que no tiene inicio ni fin. Tampoco podrá comprender la “nada”, porque no existe, no es. Puede definirla, describirla. Pero nunca asimilarla, nuestro mundo es real. Inevitablemente pensar en la “nada” implica imaginar un espacio vacío, pero en el momento en que ya hay un espacio, ya es algo –no es “nada”-, ya existe, ya es. Nunca, ¿nunca? Nada de tiempo. Incomprensible también.

Volviendo a lo que sí que tiene existencia, el infinito puede presentarse como una recta, sencilla, limpia, se nos va de las manos por ambos lados. O bien como helicoide, más compleja. Ocupa las tres dimensiones, y mientras crece, también la que llaman cuarta: el tiempo. Y escapa y se aleja, y perdemos de vista sus extremos e intentamos comprender hacia dónde va. Y vemos que el destino no lo tenemos a la vista porque somos así, funcionamos así. Delimitados así, finitos.