martes, 8 de abril de 2014

Veloz


Les ves abajo de todo, la pista es tuya. Vacía, te espera desafiante. Te camela, juraría que te está retando.

Te tiras sin dudarlo, no hay nada como la nieve polvo, no se puede comprar. Su valor es incalculable por definición, te deja jugar. Con carving cada curva es más veloz, antes de poder pensarlo llegas al cambio de rasante. Tu cuerpo entero se eleva, el corazón se para un instante. Tus ojos se abren, parece que los pulmones vayan a explotar. Cada músculo se tensa, expectante, espera un peligro. Tus manos agarran bien los palos, tus pies, extrañados, no soportan ningún peso. Sientes cómo vuelas, cortas el aire, el mundo es tuyo.

Aterrizas fuerte, recuerdas el valor de la determinación. Sigues en tu rapidez, en tus eses perfectas, tensión y flexión. Tienes miedo de perder el control. Espera, para un momento. ¿Tienes miedo?

Hay tantos tipos de emociones, tantísimos… No sabría escoger cuál prefiero. O quizás sí. Existe una sensación, un proceso, para el que no he encontrado una descripción perfecta. Me gusta llamarles “adrenalizantes”. Como yo lo veo, no hay nada, nada, parecido a lo que se siente cuando llega el conocido “subidón”. Llega y se va, y revoluciona y desaparece rápido. Evita la culpa, cobarde. Pero a ti te obliga a ser valiente, desde dentro todo te arde. No veo por qué iba a temer tal sensación, reconozco que prefiero buscarla.

También tú la buscas, por eso sé que no, no tienes miedo. No lo tuviste el día que te subiste a esa moto, te apoderaste del Tibidabo aquella tarde. Con sólo una cafetera a dos ruedas fuiste feliz, no necesitaste mucho. O el día de la cena en la playa, esa mirada paró tu corazón de un golpe, pero tú debías seguir con tu guitarra. Do, re menor, latido, latido, si bemol.

Y tu mente está ocupada pero debes frenar ya, tus esquís se deslizan perfecto, pero ya es hora de bajar. Wendy también subió con Peter, yo no te estoy diciendo que no. Y sin querer ser aguafiestas, pero sabes que también bajó.

Aun así, no sufras, los Alpes no se mueven, siempre podremos volver.




1 comentario:

  1. Iba demaseado rápido. No había corrido tan rápido desde Alta Saboya, al final de la temporada pasada.

    Aquel desfiladero estaba helado – “la serie será dura” habían anunciado. Y allí estaba yo, mitad héroe y más mitad gilipollas. Asumiendo el descenso de la combinada para que los jefes siguieran con reuniones de canapés y carpaccio. Y porque los jóvenes, siempre becados y siempre bien equipados, se rajaban una y otra vez cuando había que jugársela.
    Y venga, otro descenso a los treinta. Y con el fonendo en el cogote. Porque total, hacía cuatro días aún pasaba visita al otro lado del mundo, con mi porte serio y bata blanca. Y claro: yo acojonado ¡y en casa estarían durmiendo en ese momento!.
    Pero eso ya no contaba, iba lanzado desde el primer momento. Al fin y al cabo – reconozcámoslo - me gustaba. Me gustaba mucho. La adrenalina sobraba.
    Avancé por la diagonal pegado al suelo. Piernas muy abiertas y vibrando el resto mientras guantes y casco cortaban el aire sin ningún respeto. Aquellos puños tan adelantados cojían los bastones con suma fuerza. Me apretaban las crines, como a los caballos.
    Sólo en el último peralte abrí un poco los brazos, el viento era el único enemigo que me robaba tiempo... Siempre pegado al suelo, las piernas trabajaban encarrilando cada centrífuga, cortando en el hielo la perfecta trazada. Los muslos quemaban.
    El tramo final era fácil. Cuestión de aguantar el miedo y deslizar abajo, recto abajo. Los esquis largos saben encabritar muy bien la pendiente.

    Pero faltaba el muro; y con él, mi último reto. Ni en Austria ni en los tres mundiales había habido un muro como aquél. Brutal. Imposible de absorber - ¨¡Al suelo!¡Sin levantarse!” siempre nos gritaban - ... pero estaba claro que tocaba volar.
    Volar: el último resquicio que le faltaba a mi técnica. El eslabón no superado. La última prueba de fuego para saber realmente correr y ganar. Ante mí se imponía aquella cresta de tonos blancos. Puro hielo. Buscaba los grumos que anunciaban mi salto al cielo. Castigado a mirar al suelo, las gafas y el casco sólo me permitirían un instante. El instante.
    Mi cuerpo lo hizo, yo no sabría. Basculando adelante las botas me habían lanzado y los esquís silbaban en el espacio. Tres segundos... tiempo sobrado para contemplar las gradas allí abajo, para sentir el equilibrio ingrávido, para saber que las lágrimas eran de frío, no de pánico.
    La recepción fue perfecta. El suelo me acogió de forma suave, mitigada.
    No gané, pero había volado. Sabía que las próximas veces no tendría aquel inmenso miedo... lo había logrado.

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