Hace unos días, discutía con un sabio el valor de un “porque sí”. La
conversación acabó con un “Oye, pues ya escribirás sobre ello en el blog”, así
que allá voy.
Los motivos son importantes, explicativos. Es muy convincente saber
que alguien hace lo que hace con un porqué de fondo. En la mayoría de casos,
son necesarios, pienso yo. El mundo sería bastante caótico si el 97% de las
cosas no se hicieran por algo en concreto, algo relacionado con el resto de las
causas, algo que ha de hacerse. Que permite que el río siga su cauce, en
definitiva, algo que hace el papel de motivo.
Por otro lado, camufladas, maquilladas de motivo, están las excusas,
eternas mentirosas. Si las antepone un “es que”, su identidad queda delatada.
Pero, a veces, las precede un “porque”. Embaucadoras, cuánto te engañan.
Pero la mejor respuesta, ¡Oh Mamma!, ese 3% restante, me enamora.
“¿Por qué?” te pregunto. Y me respondes “Porque sí” y me dejas desconcertada, sin
armas. Tu actuación no tiene justificación, no la necesita, es causa en sí
misma. Impones lo que piensas sin dejar sitio para las dudas, sin resquicio de
titubeos. Voluntad, destino, intuición. Lo único que queda es preguntarse cuál
de las tres, porque ya no hay espacio para motivos, lo has destruido. Un
“porque sí” que denota determinación, no necesitas que te diga lo seguro que
estás, ya eres consciente de ello.
Actúas bien, tu conciencia lo avala. Miras fijo y pisas firme, igual que haría un mamut. Que tiemble todo lo demás, tu perspectiva se impone. Y ojalá
pudiera ser siempre así, piensas. Ojalá las respuestas se presentaran siempre
tan claras, indiscutibles.
Y como es indiscutible, callo. Callo y te entiendo. Y por qué lo haces
así? Porque sí. Porque sí. Es como
debe ser, por eso se hace así. Así sin más, porque tú sabes bien que en
realidad es así… Porque sí.
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