viernes, 13 de diciembre de 2024

Camino a Belén

 Me he puesto a pensar en el trayecto que hicieron María y José hacia Belén, y hay varios asuntos que no comprendo. Un embarazo es el mejor regalo que puede llegarle a alguien, pero estos días, casualidades de la vida, me vienen a la cabeza algunos pormenores. Para nada eclipsan la felicidad de lo venidero, pero podría uno llegar a pasarlos por alto.

La espalda… No entiendo cómo pudo María caminar tantísimas horas, tantas, sin caer rendida de dolor. No hablamos de una barriga de cinco ni de seis meses, estaba embarazadísima. Estaba a punto, muy a punto de dar a luz. El peso de la parte baja de la espalda es muy difícil de soportar mucho rato seguido, y probablemente ella no tenía el cinturón elástico aguanta-barrigas ni una buena faja. Y desde luego no tenía a su fisio de confianza cerca. Sinceramente, no lo comprendo.

Los pies… Lo más probable es que la pobre llevara un calzado más bien desafortunado. No es por prejuicio, pero dado el contexto histórico y social, creo que no llevaba ni las mejores Nike del mercado ni unas buenas botas. De hecho es posible que no llevara ni un buen calcetín. Y si a todo ello añadimos nieve… Pues espero que por las noches se le secaran los calcetines y el interior de los zapatos del día anterior. Porque he caminado con calcetines húmedos -lo que tiene ser despistada y no prever mudas correctas en la montaña- y uno no aguanta mucho. Y seré yo un poco maniática, pero cada tontería pesa mucho más cuando una está embarazada. Físicamente se multiplica por tres, y anímicamente por diez. No sé muy bien cómo lo hizo.

Las náuseas… Algunas son afortunadas y sólo tienen el estómago revuelto el primer trimestre. Pero eso no siempre es así, y de serlo, luego llega el ardor de estómago. Empiezo a parecer quisquillosa, pero el vaivén sobre un burro, calculo que al menos 8 horas al día para hacer jornadas de trayecto productivas, a mí me parecen imposibles. O tuvo que parar a resolver sus náuseas cada media hora, o José trajo un arsenal de palitos de pan para calmarle el estómago. Que todo puede ser, oye. José parece previsor, quizás el angelito le avisó también de esto.

El frío… El termostato no siempre funciona con las hormonas algo sueltas. No sé yo si llevaban el nivel de abrigos térmicos de los que disponemos hoy en día, pero algo me dice que pasaron ambos mucho, pero que mucho frío. Tanto de día como de noche.

Y yendo a las noches… El sueño. No he sido muy exigente como algunas de mis amigas, con esto de los quince cojines, de diferente tamaño, dureza y forma. Pero realmente la última quincena es casi imposible dormir, incluso con un colchón maravilloso que compras emocionado por el módico precio de, vamos a llamarlo, una fortuna. No creo que las posadas del camino tuvieran semejante equipamiento. Más bien creo que María durmió muy poquito durante todo el trayecto. Sin mencionar la obviedad de que no sé exactamente cómo iban al baño en esa época, pero la combinación no se me antoja lo que llamo “el número ganador”.

La incertidumbre… Ahora mismo nos hacen unas veinte pruebas durante el embarazo, los monitores lo indican todo, sabemos qué doctor nos atenderá, dónde estará, a qué teléfono contestarán él y sus cuatro contactos de emergencia y más o menos qué ocurrirá. Y lo que no sabemos, es una certeza que el doctor o nuestra querida madre o suegra lo saben. Ella estaba sola con José. Y José era desde luego el mejor marido que pudo tocarle, sobre eso podemos hablar otro día. Pero no tengo claro que fuera el más experimentado en planes de parto, fecha y procedimientos. Estaban de camino sin saber cuándo llegaría el momento, si habrían conseguido llegar a Belén, si tendrían sitio en alguna parte -ojo, sin reservar en Booking ni por El Corte Inglés.

Sinceramente, no entiendo cómo pudo estar tranquila sin reserva previa en la posada, sin dormir, sin espalda, sin pies, sin abrigo y sin estómago. No me entra en la cabeza, pero es evidente que vivió aquellos días con toda la Paz del mundo. Si no, no habría podido salir de Ella semejante milagro. Algo hubo que no sé explicar, que no alcanzo a comprender y que desde luego me deja mucho, mucho que pensar.


Imagen de haciadios.com

Nuvole Bianche

Hay melodías que te secuestran el corazón.
Te lo secuestran porque mientras dura esa canción, no eres el dueño de lo que pasa por tu cabeza.
Estoy escuchando Nuvole Bianche, de Ludovico Einaudi. Ahora os va a sonar de una arrogancia singular, pero considero que tengo buen gusto para la música. Hay combinaciones de notas que, por algún motivo que desconozco, me parecen excelentes. En la película de Orgullo y Prejuicio, una mujer altiva e insufrible mencionaba algo parecido a lo siguiente: “Hay pocas personas que gocen de la música más que yo, o que sepan más que yo. Si hubiera estudiado música, habría sido una excelente intérprete”.
Nada podría separarme más de la segunda parte de esta frase; con lo torpe que soy, no habría llegado ni a los grados más bajos. Pero tengo que decir que hay gente que pasa por esta vida sin disfrutar del todo de la música, sólo la consume, la quema. Hay canciones que podría uno escuchar una docena de veces seguidas y ellos no la disfrutan ni hasta la mitad. No soy como la Lady arrogante de la película, pero las cosas como son: tampoco soy como estas personas.
Nuvole Bianche por ejemplo. Empieza con una más que simple introducción. Nada podría dar a entender que abre semejante obra de arte… ¿o sí?
Sigue una sencilla melodía de base repetitiva, que por alguna extraña razón, parece que “ya me sonaba”. Ya me suena por los millones de veces que la he escuchado, evidentemente, pero me refiero a que a uno le empieza a resultar familiar. Como si le llevara a algún sitio en el que ya ha estado.
Parece que un niño pudiera tocar estas primeras notas. Así de sencillo lo hace parecer.
Sigue una melodía más trabajada, ya juega más con los volúmenes. Incluye un trozo dulce, inocente.
Y luego llega lo que precede al estribillo, hasta empieza a parecer agresivo. Y uno ya siente que ese lugar recóndito, ese recuerdo que no se sabe bien cuál es, está más vivo que nunca. Una melodía de nuevo repetitiva pero profunda. Una melodía que ya empieza a secuestrarte la mente, tu cabeza ya no es tuya; de algún modo pertenece ya a Ludovico. Que se debe estar dejando los dedos, porque la fuerza se siente en cada nota.
Y llega el estribillo y uno ya no es dueño de sus pensamientos. No puede pensar ni escribir, no puede caminar con calma ni tampoco correr, porque no recuerda hacia dónde iba.
Y de repente frena. Te da como una bocanada de oxígeno, te hace retomar el hilo; pero sigues ahí, en ese lugar, el de tus sueños, el de tus recuerdos. O el de recuerdos que no existen.
Y el piano que vuelve a entrar te hace pensar. De dónde he sacado yo esta imagen de un prado verde con este lago, con hierba y flores altas que me ocultan del mundo mientras escribo?
Dónde he visto yo estos acantilados abruptos, he estado en Cornualles?
Cuándo he estado en las entrañas del Grand Canyon para visualizarlo con tantísima claridad en este momento, hasta cada mota de arena, hasta sentirme abrumada por este sol?
En qué momento he visto yo tan de cerca a este pianista excelente y me he sentado a su lado en la banqueta y sus notas han entrado por cada poro de mi piel y no veo su cara pero tiene manos de ángel?
Cuándo he estado yo saltando con Peter Pan por estas nubes tan elásticas, tan suaves? ¿A dónde ha ido?
Por qué conocía cada nota la primera vez que escuché esta canción?
Hay canciones que no necesitan letra, es mejor así; sin orientarte, sin conducirte a ninguna otra parte que tus cavilaciones más elementales.
Y con la misma sencillez que ha llegado, te deja. Te devuelve tu mente como si esto no hubiera ocurrido, como si tus pulsaciones fueran las mismas. Como si esta canción no cambiara nada, como si pasara por tu vida sin hacer ruido, pero sin dejarte igual.