sábado, 27 de diciembre de 2025

Los Reyes de Oriente

Salimos hace diez días y su Majestad parece preocupado. Mira al Cielo y comprueba sus mapas estelares, teme perder de vista esta estrella nueva, esta tan extraña que ha surgido recientemente.

La busca de noche y la anhela de día; temiendo perderla, temiendo que al crepúsculo no vuelva a aparecer.

No supe qué le dijo aquella pastorcilla, la que vino de urgencia a avisarles. Tampoco el grupo que vino después de ella, reiterando el mensaje, dando indicaciones. Acto seguido su Majestad nos solicitó que hiciéramos el equipaje con premura para salir aquella misma tarde. 

Jamás le vi tan turbado, tan ansioso. Esa fue la primera señal que me hizo pensar que había ocurrido algo distinto, algo especial. 

Salió rápido a poner sobre aviso a sus dos amigos, Melchor y Gaspar. Fue en persona a sus palacios. También ellos estaban al corriente.

Salimos con prisa, pero no la suficiente. Unos mensajeros del Rey Herodes nos intervinieron; el monarca solicitaba una visita de los tres Reyes, a él le gusta llamarlos magos. Era una manera amistosa de indicarles que debían aparecer por sus dominios.

Desviamos el rumbo pues, algo al este. Herodes se interesó por las noticias, pude escuchar que había nacido un niño especial, un niño mágico. Un niño que era en realidad el futuro Rey de los judíos. Herodes parecía darle suficiente importancia como para dedicarle tiempo y energía… Eso era extraño. Eso era el segundo indicio de que realmente eran tiempos especiales.

Herodes confiaba en la “magia” que les atribuía a los Reyes, pobre ingenuo. Ellos sólo sabían leer las estrellas y orientarse por ellas, un arte ancestral en sus dinastías. En aquel momento, esa era toda la magia a la que podían aspirar.

Pero les sirvió, y de mucho. Desde el primerísimo anochecer Baltasar la vio, una estrella nueva, una luz que no estaba donde debería estar. “O quizás sí… “ se dijo pensativo. Herodes les pidió que le visitaran también de vuelta con sus noticias. Pero aquello nunca iba a ocurrir.

Hicimos turnos por el camino. Yo soy un paje joven y fuerte, me puse de los primeros. Llevaba el carro grande con uno de los camellos más fornidos, era complicado dominar a esa bestia. Luego venía la procesión carros pequeños con provisiones y los que dormían. 

Al alba hacíamos cambio de turno. Los pajes principales descansábamos un rato mientras el grupo avanzaba a un paso más lento y llevadero.

Su Majestad el Gran Rey Baltasar hacía turnos como uno más, y protegía con esmero su carro personal. 

Un Rey tiene pertenencias preciadas, eso lo sé. Pero me extrañaba ver el apego que tenía a esa carga, un par de camellas tiraban de ese carro, especialmente bien tapado.

Parábamos todos juntos en las comidas, dos veces al día. Los pajes de los Reyes Melchor y Gaspar me parecieron amigables, compartíamos vino y mantecados los breves ratos de parada.

Y finamente anoche llegamos al sitio indicado por la gran estrella, la que tanto habíamos perseguido. Montamos las jaimas a las afueras de Belén. Y hoy ha ocurrido lo inaudito.

Baltasar me ha pedido que le acompañe a ver al Rey de Reyes. Eso me ha parecido extraño, pues el palacio de Herodes sita bien lejos ya.

Me ha dado un camello para arrastrar su carro personal, lo mismo han hecho Melchor y Gaspar, cada uno con un paje.

Hemos salido los seis hacia el pueblo de Belén, y hemos buscado un buen rato.

Hemos preguntado en el arroyo, también en la posada, que estaba llena. Nos han indicado que siguiéramos hacia el establo. Allí Le he visto, iluminado por la Estrella. Él era la Luz, tan pequeñito y frágil. Tan dependiente de su mamá, con su sonrisa serena y sus ojos de miel. Tan protegido por el señor alto y fuerte, el buey y la mula. Y mi señor, el Rey Baltasar, se ha echado a sus pies y lloraba. Sus lágrimas silenciosas aclamaba redención y paz. Mi corazón se ha helado, y se ha derretido al mismo tiempo. Su majestad me ha pedido que le ofrezca al Niño Dios nuestro regalo -nuestro!-. Y he destapado el carro y he visto una montaña de mirra, la he colocado al lado de los presentes de Melchor y de Gaspar. Oro para el Rey de los vivos, Incienso para honrar a Dios y Mirra para un devenir humano, de sacrificio y muerte. Jamás, jamás vi tan premeditados regalos.

Y allí había presentes de todo tipo, había lana, sopa caliente, pañales y miel. Había quien le regalaba su tiempo, su esfuerzo. Una sonrisa en un momento difícil, levantarse a medianoche a ayudar a un hijo o a un anciano, un favor en el trabajo, una canción humildemente bien cantada. Allí estaban todos los regalos de la humanidad. Todos preciados, todos valiosos. Y aun así no alcancé a imaginar qué le podría regalar yo a ese niño, ese Bebé caído del Cielo. Inocente de mí, sólo alcancé a plantearme que se tendría que haber caído accidentalmente. ¿Qué Dios, qué Rey, bajaría de su trono para aterrizar en un frío y húmedo pesebre? 

Y mientras le pedía de rodillas que me dijera qué quería, con qué le podía obsequiar yo, me miró. Y eso fue suficiente. Porque Él sólo quería que yo estuviera allí, contemplándole. Que hubiera seguido la estrella hasta allí, durmiendo poco, cargando con tanto, eso era mi regalo. El mejor trocito de mí.