No sé si habréis leído “Cartas
del Diablo a su sobrino” (C. S. Lewis), a mí me pareció sublime. Hace tiempo
que quería escribir algo desde la referencia opuesta a la que estamos
acostumbrados. Debo reconocer que he tardado mucho en hacerlo porque creo que
es difícil oponerse a la naturaleza que tenemos de verlo todo con los mejores
ojos posibles. Algún crítico me ha dicho que esta carta es demasiado dura… Quizás
como aquel que la escribió.
Siento ser yo quien os lo comunique, pero no, Maléfica no albergaba amor entre sus motivos. Y yo tampoco. No os gusta oírlo porque vuestro cerebro está construido sobre una malla de bondad, esa es vuestra referencia base. Todo lo que salga de ella es una anomalía, un defecto. Por eso no sois capaces de comprendernos.
Yo maté a Mufasa. Y odié a su hijo y a su esposa y a sus súbditos, y no me arrepiento. Podría sucumbir -y de hecho, eso hice- y perderlo todo y aun así no dejaría de sentir lo que siento. Porque yo maté a Mufasa por un conjunto de motivos y ninguno de ellos os va a resultar comprensible ni “buenizable”.
Maté
a Mufasa por envidia, la más grande y evidente de mis razones. Es obvio que,
siendo el hermano mayor, él llevaba la delantera. Pero ello no evitó mi
envidia, al margen de las circunstancias. Además, yo era más débil en cuerpo,
pero más fuerte en carácter. Yo hice algo que él jamás habría sido capaz de
hacer. Y eso sigue alimentando mi ira.
Por
ira maté a Mufasa, por pura descarga. Por un sinfín de terminaciones nerviosas
encendidas al rojo vivo que desean el mal, siempre y sobre todas las cosas. Por
una potencia inexplicable que emanaba de mi oscuro corazón y de mi sibilina
cabeza. Y esa ira focalizada se convirtió en mi poder.
Por
poder maté a Mufasa, por el más absoluto. No por su reino ni su corona, sino
por el mero hecho de saber que era capaz de hacerlo y demostrarlo. A él y a mí,
al mundo. A todos vosotros, los que me querréis redimir tras mis motivos y los
que me odiaréis por ellos.
Por
odio maté a Mufasa, por esa pequeña porción de infierno que vivía dentro de mí.
Por la simple necesidad de que dejara de existir, de atormentarme. Me destruía
con su felicidad, su vida estaba impregnada de ella. Me asqueaba su concepto de
familia, de sabiduría. Esos cimientos que creí derruir, los mismos que me
llevaron a una vida ácida, deseosa de quemar.
Quemé
todo lo que veía en él… Pero no todo en él era evidente. Creí lograr su
perdición y eso me condenó a la mía. Esos pilares, esa familia… Sigo convencido
de que son débiles, que por puro azar persistieron. ¿Pero ahora qué más da? Me
es indiferente lo que ocurriera. Porque yo maté a Mufasa, no es mi culpa que
una parte de él subsistiera.”